lunes, 8 de junio de 2015

Arizona.

Javier había cumplido 35 años y todavía era un cactus.

Tal y como os lo cuento, un cactus. Presencia intimidante e interior lleno de agua, que no de sangre.
Había pasado el 70% de su vida en un desierto existencial, ni un oasis a la vista. Viéndolo así ¿Quién podría culpar al pobre Javier? No era él, eran sus circunstancias. No era él, eran las cientos de excusas en las que podía evadirse. No era él, eran los demás que no podían llegar a comprender.

Javier es de los que dinamitan antes de tan siquiera empezar. Recrean la situación de lo que podría ser un oasis temporal. La ven de lejos. La ven de cerca. Les gusta pero prefieren terminar con ello antes de que haya empezado, como hace todo buen cactus. Siempre llenos, llenos de sí mismos. Incapaces de verbalizar su sediento malestar.

En sus 35 años nunca reflexionó sobre las facilidades que nos dan para comunicarnos. Prefirió dar por hecho. Patentar la obviedad y así, sentar las bases que marcan la distancia entre lo que debía de ser y lo que es. Así fue. Nunca aprendió a decir las palabras apropiadas en los tímpanos adecuados. Ni que el verbo caer no era sinónimo de anteceder.